Cada vez que veo

a un animal muerto en la ruta,
siento una pena inmensa
por ese perro o gato
que está ahí, aplastado,
muerto y mil veces muerto.

No sé por qué.

Pero ese animalito,
que, sin ambición, intentó cruzar la calle,
y que ahora yace sobre el río de cemento,
es como un Cristo:
un animal que entrega su vida
para que yo recuerde la mía.

Porque cualquier conmoción
que nos salve del letargo
es una gracia.


Mi plegaria es esta:
que el ojo no olvide lo bello
que el dolor sea una puerta
que la tristeza se vuelva la raíz de la esperanza
que el amor nos salve.


De animalito muerto, de árbol quemado,
de niño triste,
no importa que aspecto tome
la fragilidad
lo que importa es que consiga
hacer retroceder
a la certeza.

No creo en nada
que no esté incompleto.
En ningún Dios
que no arriesgue su vida cruzando la calle,
y a veces
la pierda.

Federico Martínez

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